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El arrepentimiento de un soberano

Por: Osmany Cruz Ferrer

 Las personas a menudo cometen errores, felonías, desaciertos morales. Algunos sienten más tarde la responsabilidad por lo que han hecho y se retractan de la mejor manera que pueden. Pero pocos lo hacen colocando en un periódico un artículo que describa su falta y subsiguiente arrepentimiento. Sería demasiado ignominioso, demasiado contraproducente. Después de la falta algunos son tan sagaces para esconderla como lo fueron a la hora de cometerla. El interés egoísta que movió al comisor de la vileza ahora lo acompaña y le entrega calculadoras sugerencias sobre cómo aparentar una justicia que no le pertenece.

 Por supuesto que este artículo no procura desinhibir conciencias para que pongan sus trapos sucios a la vista de todos, más bien es un llamado a practicar el verdadero arrepentimiento que no maquina fríamente qué conviene o no, sino que se hace responsable por la flaqueza y la corrige aunque esto constituya transparencia ante los que ha ofendido.

 El arrepentimiento es un tema que le preocupa mucho a la gente, sobre todo si se tiene mucho que perder, si se es un líder, un pastor, o una figura de cierta relevancia en algún sentido. Para el rey David lo fue por algún tiempo. Había tomado ilícitamente a la mujer de uno de sus treinta valientes y no pudiendo remediar su trasgresión primera, cometió una infracción superior al matar a un hombre justo. Logró ocultar por algún tiempo su desafuero. Intentó reprimir su conciencia y silenciar los hechos a través de una actitud desentendida de la realidad.

 Probablemente nadie se hubiera enterado jamás de lo que David hizo. Hubiera pasado por la historia sin esa mancha ignominiosa, pero ahora estaría en el infierno. David necesitaba retractarse de su fornicación y de su crimen solo que probablemente no lo sabía. Pensó, tal vez, que su posición le confería ciertos privilegios, cierto margen de errores, pero no era así. Esta alcaldada debía ser señalada y de hecho lo fue. Dios envió a su profeta, esta vez no con promesas de victorias militares, perpetuidad de dinastías, o seguridad espiritual, sino con una parábola.

El rey David escuchó con paciencia pero no entendió el mensaje, se había hecho tardo para oír. Y es que el pecado no confesado trae colateralmente una especie de sordera espiritual que hace lejana a la voz de Dios. David escuchó la historia del profeta hasta el final y pronunció vehemente su juicio sobre el hombre rico que había robado la única oveja del hombre pobre: “Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo tal cosa, y no tuvo misericordia”. David repitió en su emotiva respuesta la sintomatología del hombre endurecido que puede ver la falta de los demás y no la suya propia; que ve con facilidad la fina limalla en el ojo ajeno, pero es a la vez inconciente de su propia ceguera. Debido a su incapacidad manifiesta de discernir a quién era dirigida la reprensión, Natán descorrió el significado de su intervención profética utilizando la declaración eufórica del soberano y le declaró: “Tú eres aquel hombre”.

 David se quedó estupefacto por un momento. Lo que había tratado de ocultar con obstinación era develado ahora por el mesurado vidente. Quedaban dos derroteros a seguir, arrepentimiento o dureza, dualismo moral o transparencia. David hizo, esta vez, una elección acertada. Sabía ahora que el arrepentimiento era lo conveniente, que escapar de la responsabilidad era en verdad huir de Dios. El Señor estaba tratando con el monarca; resistirlo sería perder la posibilidad de un nuevo comienzo.

 De toda esta tortuosa experiencia salió un salmo de  contrición a Dios. No era momento de negociar porque Dios no transige cuando se trata de su inmutable carácter. Era menester humillarse sin otra pretensión que la de solicitar la misericordia de Dios. David así lo hizo y comenzó su arrepentimiento como debe comenzar la oración de cualquier penitente, apelando a la piedad de Dios y confesando la falta sin justificar ninguna acción acaecida.

 Lo podemos ver desde las bambalinas mientras se golpea el pecho y de hinojos con  lágrimas en los ojos se compara con un leproso al decir: “Purifícame con hisopo, y seré limpio;  Lávame, y seré más blanco que la nieve”. Sí, el rey se olvida de su manto, de su anillo y de su corona y confiesa después de muchos meses su condición deteriorada y maloliente. Lo hace para luego rogar por un corazón nuevo, una conducta recta, la cercanía del Espíritu, el gozo de la salvación y  por sustento espiritual.

 En toda la oración davídica de arrepentimiento se entrevé un crechendo espiritual; en la medida que David va orando su cercanía espiritual a Dios se va advirtiendo. Eso es lo que hace la oración, descorre la cortina de lo infinito y nos acerca Dios. Demorar la oración es demorar la comunión. Ni siquiera el pecado es un pretexto para no orar; David lo entendió así y comprobó lo que el profeta le había dicho: “Y Natán dijo a David: También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás”.

 El arrepentimiento cancela el castigo, no las consecuencias. David tuvo que ver en vida la cosecha de su siembra, pero afortunadamente no sufrió la lejanía del Santo Espíritu para siempre. El arrepentimiento no es medicina preventiva, una vez que se hace uso de él es porque ya se está enfermo. La culpa no es de la ineficacia del medicamento, sino de la indolencia del paciente. De cualquier manera, David tuvo un mérito que no le será quitado; supo humillarse ante Dios y confesar su falta. No le importó en ese instante nadie más que Dios. Las generaciones futuras conocerían su desvarío, pero esto no le preocupaba en ese momento.

El ejemplo de David es un hito en la historia bíblica. Se debe recurrir a su relato para entender sabiduría y hallar el camino a la restauración de la comunión con Dios; el arrepentimiento. La posición que se ostente no debe ser un impedimento para la humildad, antes, debe ser un catalizador para hacernos comprender que mientras más encumbrado estemos más rápido hemos de acudir ante su majestad. No se trata de publicar nuestro pecado, pero si de un arrepentimiento genuino que no se practique a hurtadillas sino con transparencia. Si hay que confesarle a alguien la falta; hacerlo, si hay que restituir; restituya, si hay que reconocer el error ante algún subordinado, reconózcalo. Al final, usted probablemente no pueda eliminar los daños que causó, pero al menos a partir de ese momento, usted será inocente delante de Dios. Algo bueno saldrá del arrepentimiento: “Dios será reconocido justo en su palabra, Y tenido por puro en su juicio”.

© OCF, 2009

Editado por EDICI: http://alballanesedici.blogspot.com

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