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Queja o salmo - una ponderación del salmo 63

Por Osmani Cruz Ferrer

Leer el salmo 63 siempre resulta una experiencia notablemente inspiradora. El rey David se encontraba destronado temporalmente y nada menos que por obra de su propio hijo Absalón. El pesar agobiaba su corazón de tal forma que en el camino a su obligatorio destierro iba llorando amargamente. Sin embargo, nada de esto medró la fe de David; en la más calamitosa situación sabía crecerse en Dios. Allí, en su forzado exilio en el desierto de Judá, al este del río Jordán, ratificó sus convicciones y los principios que gobernaban su vida.

 David, en poesía, pero con certeza absoluta y verdad infalible comienza su oración reconociendo a Dios como su único recurso: “Dios, Dios mío eres tú”. No es una queja ingrata, no es un lamento inoportuno, es la expresión sincera de alguien que se sabe siervo de un rey benévolo. David no cuestiona a Dios, no le pregunta por qué, no le da lugar alguno a la amargura insensata; antes, prefiere ratificar su creencia, confirmar ante Dios su decisión de que Jehová siga siendo su Dios. Podía su popularidad estar decayendo, podía perder incluso, con estoica actitud, su responsabilidad de rey, pero su espiritualidad debía estar arriba, su devoción no debía menguar.

David halla que el desierto es un buen lugar para hacer votos no para pedir venganza y le promete a Dios: “De madrugada te buscaré”. Quería ser el primero en estar en su presencia. Deseaba que el alba no lo encontrara desenfadadamente dormido, sino en suplica, en clamor, en ruego. El hijo de Isaí encontró placer indescriptible en sus devociones matutinas y hastío manifiesto en la sola idea de una posible pereza devocional. Con tanta fuerza de su voluntad y de sus emociones deseaba a Dios que no halló otra manera de expresar su necesidad sino diciendo: “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela”. Solo cuando llegamos a este punto podemos verdaderamente decir que estamos en un primer amor con Dios. Las oraciones de David no eran frías disciplinas espirituales, eran mas bien, dulces momentos perseguidos con diligencia obstinada. Quien quiera encontrar tiempo para la búsqueda de Dios no ha de esperarlo, ha de canjearlo por horas de recreo y de sueño.

 La oración de David prosigue porque las cortas oraciones solo se han de hacer en público. Manifiesta a su Señor que su deseo espiritual lejos de menguar se ha catalizado “en tierra seca y árida donde no hay aguas”. No necesita del cómodo palacio para orar, la áspera roca del desierto le resulta un acolchonado cojín y la arena cual seda de Damasco llega a ser adecuada para tenderse de hinojos. Y es que cuando se quiere buscar a Dios no se necesitan exquisitas condiciones externas sino melindrosas virtudes internas.

 No busca David a Dios fortuitamente. Sus ruegos responden a un fuerte deseo y aun noble propósito: “para ver tu poder y tú gloria”. David no se contentaba con las oraciones vacías de experiencias, oraciones que gustan solo a quienes se quieren escuchar a sí mismos. Este rey despojado de su reino terrenal encuentra como meta lógica de la oración la manifestación del reino espiritual de Dios sobre su vida. La finalidad de la oración no es la oración, es Dios, es deleitarse en él, es entrar en la eternidad por un breve espacio de tiempo.

 Es en el altar de la devoción donde se reconocen y comprenden mejor las verdades imperecederas. Allí, desnudos de nuestras aspiraciones humanas y no deseando nada más que las bendiciones del siglo venidero es que llegamos a exclamar: “Porque mejor es tu misericordia que la vida”. Y luego, como quienes comprenden a cabalidad la máxima que el salmista está proclamando, al igual que David debemos decir: “Mis labios te alabaran, así te bendeciré en mi vida, en tu nombre alzaré mis manos”.

 La alabanza de David tenía sentido, era en respuesta a lo que Dios significaba para él. David no tenía que esperar a que surgiera el motivo para un cántico, Dios era el motivo para el cántico. Su alabanza brotaba espontánea porque David nunca se olvidaba de recordar. Él hacía memoria de lo que Dios era, no solo en un tiempo litúrgicamente preparado para hacerlo, también en el lecho sin marquetería de oro, y en las vigilias de la noche carentes de la luz artificial de las lujosas velas de cebo de carnero. Con labios de júbilo –solía decir David- te alabará mi boca, cuando me acuerde de ti en mi lecho, cuando medite en ti en las vigilias de la noche”.

 Finalmente, después de entender que el final de los malos es cosechar su propia siembra, David resuelve cuál será su actitud ante sus muchas dificultades y carencias: “Pero el rey se alegrará en Dios”. Eso hace la oración, restaura la perspectiva correcta de la vida. No hay por qué estar turbado, endechando miserias, si a diferencia de esto puedo alegrarme en Dios.

La oración de David es una oración terminada. Tristemente muchos nos vamos del lugar de la comunión antes de tener la seguridad de que todo está bajo control, nos marchamos antes de asegurarnos de que todo se lo hemos confiado a Él. Nunca diga amén si su alma no ha hallado el reposo en Cristo. Termine la oración cuando acabe su fatiga y ratifique con David: “Porque has sido mi socorro, Y así en la sombra de tus alas me regocijaré. Está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido”.


© OCF, 2009

Editado por EDICI: http://alballanesedici.blogspot.com

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